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Entre los personajes que durante el Barroco dieron a
conocer en España y Europa los nuevos medicamentos procedentes de América
destaca el médico sevillano Nicolás de Monardes, que auque no estuvo nunca en América
fue el que más hizo por la difusión del arsenal terapéutico americano del siglo
XVI.
Hijo de un comerciante de origen genovés, estudia
medicina en Alcalá de Henares, y con su título se instala en su ciudad natal
como médico al servicio de la Duquesa de Béjar.
Desde 1551 se dedicó al tráfico con América;
importaba grana, cueros y productos medicinales y exportaba tejidos y, sobre
todo, esclavos. En ese ambiente típico de la Sevilla renacentista, Monardes
pregunta, consulta, interroga, y fruto de sus cosmopolitas pesquisas, estudia y
conoce las nuevas drogas americanas, plasmando estos estudios en su obra ? Dos libros, el uno que trata de todas las
cosas que traen de nuestras Indias Occidentales que sirven al uso de la
medicina? (Sevilla, 1565).
Haciendo una lectura en profundidad de sus
comentarios y frases, nos encontramos con una personalidad terriblemente
inquieta y extrovertida, que pasa grandes ratos en las boticas y con los
boticarios, y así comprueba que el opio o Amphion
que piden los orientales es para no sentir fatiga después del trabajo, o se
va al muelle a ver qué materiales se desembarcan, y así en forma de diálogo,
ensalza las propiedades curativas del hierro, y en la Casa de la Contratación
explica a su interlocutor que, además de ser sus limaduras muy útiles en la
sarna y otras muchas enfermedades ? así
mismo sirve el hierro y el acero para hacer relojes, que cosa de gran artificio
y muy necesarios para vivir con regla y orden, que por ellos se saben las obras
que se han de hacer y el tiempo que han de gastar en ellas?.
Otras veces muestra su lado de modernidad, de hombre
de su tiempo que se queja de la ausencia de ánimo para ?investigar y experimentar tanto género de medicinas como los indios
venden en sus mercados?sería cosa de utilidad y provecho ver y saber sus
propiedades y experimentar sus varios y grandes efectos?.
O cuando advertido por un viajero que un franciscano
ha traído una hierba verde de cierta planta, el mechoacan, se va hasta el convento de San Francisco de Sevilla para
localizarla.
O cuando, indagando en todos los lugares dice ? Bernardino de Burgos, varón docto y experto
en su arte, me mostró en su botica un pedazo de sulphur
vivo traído de nuestras Indias, la cosa más excelente que vi jamás, ni en
nuestros tiempos se ha visto?. Éste también le enseñó un leño procedente de
San Juan de Puerto Rico que él admite como un ejemplar de palo santo.
Su narrativa costumbrista nos facilita la simpática
imagen de un mercader que le prepara una
medicina en la chimenea y comentan el buen olor que desprende. O el tono irónico
que adopta al hablar del árbol de donde se saca la sangre de drago, o para referirse
a los desatinos de los antiguos. ?Los
modernos, siguiendo esta misma ignorancia como lo suelen hacer en las cosas que
están dudosas, porque su oficio es no decir nada nuevo si no es en lo claro y
manifiesto que no en lo difícil y dudoso, y así lo dejan como lo hallan. Todos
ellos desvarían como lo hicieron los antiguos. Pero el tiempo, que es
descubridor de todas las cosas nos ha descubierto y enseñado qué sea la sangre
de drago?.
De su práctica médica da fe su afirmación ?de cuarenta años hace que curo en esta
ciudad, me he informado de lo que de aquellas partes han traído con mucho
cuidado y las he experimentado en muchas y diversas personas con toda
diligencia, miramiento posible, con felicísimos sucesos?.
Y por último, su ironía a veces aflora en su obra,
como cuando un soldado le envía un ejemplar de la piedra bezoar y al decirle lo agradecido que le está añade: ?parece hombre curioso y aficionado a
semejantes cosas y téngalo en mucho porque como el oficio de soldado sea menear
las armas, derramar la sangre y hacer otros ejercicios militares, es de tener en
mucho que quiera inquirir y buscar yerbas y plantas y saber sus propiedades y
virtudes?.