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Cuando
nuestra Europa, anciana tanto literal como metafóricamente, se debate en
constituciones que los políticos proponen y los ciudadanos rechazan o cuando la
insolidaridad con los problemas y preocupaciones del país vecino son una moneda
más habitual que el propio euro, unos burócratas bien instalados en Bruselas
centran su preocupación en un informe desfavorable enviado al gobierno español
para que transforme el actual sistema regulatorio de
las farmacias en nuestra tierra.
Los
entendidos en la materia sospechan que detrás de esta maniobra se esconden las
largas zarpas del capital, que nunca tuvo alma ni se detuvo en pequeñas
minucias cuando se trata de alcanzar unos objetivos que lo resumen todo en una
satisfactoria cuenta de resultados.
Lo
de menos es que las farmacias en España se definan como establecimientos
sanitarios, que los medicamentos sean más accesibles y menos onerosos que en el
resto de la Europa de primer nivel, que todos tengamos una botica cerca de casa
o que la profesionalidad exigible a nuestros universitarios sea valorada de
forma positiva por los pacientes que se atienden.
Todo
eso no vale en nuestro continente porque prevalece el criterio empresarial y los
estados renuncian a sus responsabilidades de asistencia social, cargando a los
contribuyentes con problemas bien resueltos hasta el momento. El último ejemplo
nos lo trae Portugal, donde la supuesta liberalización de los medicamentos
publicitarios primero ha provocado un incremento en los precios y después un
evidente descontrol en su consumo. El poder del dinero ha vuelto a salirse con
la suya y a los ciudadanos sólo nos queda
aguantar y estar callados ¡Quién te ha visto y quién te ve, vieja Europa, sin
fuerza, sin criterio y, ahora también, sin personalidad!