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Según datos facilitados por la Organización de consumidores y Usuarios, en nuestro país se registra una media de 10 intoxicaciones anuales por ingesta de setas venenosas. El 40% de los casos es catalogado como intoxicación grave (tipo Amanita phalloides), con una mortalidad que se sitúa alrededor del 10%; un 50% son gastroenteritis, más o menos severas, que se solucionan sin complicaciones en un par de días; y el 10% restante responden a diversos tipos de intoxicaciones que, en general, son de escasa gravedad. Ello se debe a que, además de los 42 millones de kilos que se comercializan como setas legales en establecimientos permitidos, existe un altísimo porcentaje de setas recolectadas manualmente y sujetas a la imprecisa cultura local sobre su toxicidad. Estas setas en ocasiones son vendidas en comercios paralelos, poco controlados, y que han resultado ser un caldo de cultivo de numerosas intoxicaciones alimentarias, motivo por el que los organismos competentes de las distintas comunidades autónomas lanzan cada año campañas informativas alertando sobre la peligrosidad de algunas especies de setas, como ha sido el caso del Departamento de Sanidad Catalán, quien ha pedido a los recolectores ocasionales que recojan sólo aquellas especies comestibles conocidas y que puedan ser identificables sin ningún género de dudas. Sólo las setas comestibles (tanto silvestres como cultivadas), el champiñón cultivado y las trufas frescas cuentan con normas de calidad reguladoras. Las condiciones mínimas de calidad que deben guardar las setas comestibles, contempladas en la norma aprobada por Orden de 12 de marzo de 1984, son: deben estar enteras, con aspecto fresco, sanas, limpias (no se les permite el lavado), exentas de humedad exterior anormal, exentas de daños causados por heladas y de olores y/o sabores extraños, y que estén libres de insectos o excrementos y partes marchitas o extrañas adheridas a su superficie. Tampoco deben tener restos de pesticida superiores a los niveles permitidos.