atención farmacéutica
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En la actualidad la mujer tiene una destacada presencia en las profesiones sanitarias, y en el caso de Farmacia, por fortuna, son mayoría.

Pero esta feminización de la profesión ha tenido lugar en un corto intervalo de tiempo. Hace un siglo su presencia en las facultades universitarias era mínima y, consecuentemente, llamativa para profesores y alumnos varones, y por supuesto para aquella sociedad tan distinta de la nuestra.

La presencia femenina en cada uno de los ámbitos de la sociedad española se ha ido consiguiendo lentamente y en fechas muy recientes. Fue la constitución aprobada en diciembre de 1978 la que, por primera vez, reconoció como principio fundamental la no discriminación por razón de sexo.

No hubo hasta la segunda mitad del siglo XVIII, bajo la influencia de la Ilustración, un cierto esfuerzo para educar a las niñas, ordenándose establecer casas con matronas honestas e instruidas, que cuidaran de su educación, y tratando de extender estas escuelas femeninas por toda España. Buenos propósitos carentes de eficacia. Las mujeres de clases humildes no tenían posibilidad de aprender nada, su único medio de vida era el matrimonio; hasta que este se producía, la joven trabajaba en el campo, en las zonas rurales, o se empleaba como sirvienta en las ciudades. La que no se casaba quedaba limitada a vestir santos, cuidar sobrinos y vivir a costa de algún pariente rico, si es que lo tenía.

Durante el siglo XIX la clase media y alta de la burguesía educaba a sus hijas en conventos, más o menos elegantes y caros, en los que se les enseñaba a leer y escribir con bonita caligrafía, coser y bordar, quizás un poco de francés, muchisimo catecismo y oraciones y un poco de piano. Las escuelas del Estado eran imperfectas; los niños estaban reunidos en grupos muy grandes, aprendiendo apenas a leer y escribir y las niñas no siempre lo lograban.

En la España de fines del siglo XIX, poquisimas mujeres se atrevieron a acercarse a la universidad. Los expedientes académicos de las primeras que pasaron por las aulas universitarias son un llamativo testimonio del amplio abanico de trámites y demoras que se vieron obligadas a soportar a lo largo de su permanencia en ellas. Su llegada comenzó en 1872, en que se admitió con un permiso especial la primera matricula oficial de una mujer en Barcelona, pero transcurrirán treinta y ocho años hasta que, en 1910, se disponga la igualdad de derechos en el acceso a todos los estudios.

En estos primeros años, debido a lo inusual de la presencia de la mujer en las aulas universitarias, era obligatorio, para poder matricularse, que los catedráticos de las diferentes asignaturas se responsabilizaran que la asistencia a clase de estas mujeres no iba a alterar el orden de las mismas.

En la biografía de una de estas pioneras Elvira Moragas Cantarero, hay un pasaje, que ilustra muy bien esta situación:

Elvira iba acompañada a clase de su padre, o de su hermano. Hasta clase, la acompañaba el bedel. Y por fin, el profesor la hacia sentarse cerca de él. Más exactamente a la puerta la recogía un bedel y la llevaba hasta el aula, a la que entraba por el laboratorio con el profesor, quien la sentaba en el estrado, sin mezclarse con los estudiantes, todos varones, manteniéndose así respeto a la mujer en los claustros universitarios.

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Redacción Consejos

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