Las enfermedades mentales no han gozado de buena salud
ni atención médica adecuada hasta mediados del siglo XX. En la antigüedad, los
autores y médicos  más reconocidos se
limitaban a certificar la situación de unos pacientes especialmente
conflictivos y a los que no se podían aplicar soluciones higiénicas o
farmacológicas.

Esta rendición sin condiciones ante la  dificultad de tratar las enfermedades de la
mente humana fue rechazada por el gran Sigmund Freud y gracias a él, la psiquiatría alcanzó carta de
naturaleza,  las patologías empezaron a
sistematizarse, se establecieron protocolos de actuación y, poco a poco, las enfermedades
mentales empezaron a ser valoradas en sus justos términos, a buscarse
tratamientos adecuados y a colaborar con pacientes y familiares para mejorar
claramente la calidad y expectativas vitales de todos y cada uno de los
afectados.

La melancolía, recogida y mencionada por algunos
autores del Medievo, fue el preludio adecuado para la
identificación de los episodios depresivos, sus distintos orígenes y mecanismos
y sus posibles salidas terapéuticas. Se ensayaron, con éxito relativo, los
primeros medicamentos realmente encaminados a resolver estas situaciones y en
poco más de cincuenta años, casi todos sabemos de qué hablamos cuando nos
referimos a un ansiolítico, un relajante o un antipsicótico.

La mente del ser humano recibe cada vez más exigencias.
Una sociedad intransigente, exhaustiva y que impone un ritmo infernal  aboca, en ocasiones, a desordenes
psicológicos que pueden esconder serias dificultades para poder ser superados.

Los clásicos antidepresivos tricíclicos,
las interacciones frecuentes de las sales de Litio o los efectos hipnóticos de
ciertos barbitúricos se han venido identificando y controlando con relativa
solvencia. Sin embargo en la actualidad, diversos datos sobre novedosos
fármacos manejados en crisis de esquizofrenia, trastornos bipolares o episodios
de manía, han forzado a las autoridades sanitarias a asegurarse de la correcta
utilización de estos productos, con complicados dispositivos burocráticos como
el visado de inspección obligatorio para las recetas de estos medicamentos.

La discusión está servida, porque esta tramitación no
favorece el estricto cumplimiento de los tratamientos, un factor  esencial en este tipo de patologías. Los
responsables sanitarios deben actuar con prudencia y evaluar el balance
beneficio-riesgo de una medida que señala con el dedo a los propios enfermos.
Quizás otro tipo de controles mediante rigurosas pautas de Atención
farmacéutica, el establecimiento de una relación segura entre el médico, el
paciente y el farmacéutico para cada tratamiento, o la elaboración de unas
fichas debidamente documentadas y en las que se incluyera la detección de
posibles efectos adversos o el ajuste de la dosificación, podrían ser
alternativas más seguras y mantendrían la privacidad de cada implicado.

No es fácil la solución. El propio Víctor Hugo en ?Los miserables? confirma que ?siempre
que sopla el viento arrastra más sueños del hombre que nubes del cielo?. Las
ancestralmente denominadas ventoleras encuentran soluciones farmacológicas en
nuestro tiempo. Es bueno controlar toda la medicación y más si se trata de
procesos crónicos, pero no es conveniente nunca atemorizar y mucho menos romper
el anonimato de quienes se encuentran más desvalidos e indefensos que los demás

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Redacción Consejos

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